sábado, 7 de julio de 2012

El traje de la novia

Hay quienes piensan que escribir es una actividad tan inútil como la de hacer canciones. Que se puede acercar uno a la escritura de un escribidor y pedirle que agregue un párrafo sobre la sobrina que acaba de nacer, como un homenaje. Pero estoy escribiendo sobre el Vaticano y sus sórdidas historias, diría el escribidor. Pero algo sobre mi sobrina, le entra, diría el observador, total, no cuesta nada. Y el escritor, azorado, se pararía, caminaría lentamente hacia la puerta de salida y se dedicaría, para el resto de sus nuevos días, a la venta de calzados de manera independiente o a la confección de globos aerostáticos. Así podría subirse un día a uno de sus propios globos y elevarse hasta el zénit para, por fin, sentarse a escribir en un pedazo del cielo.

Para alegría de los mortales, a Rulfo no le ocurrió ni a Borges. Ni a ningún ser que, más acá de la escritura, tiene en el oficio una compañía meticulosa y exigente que lo envuelve y lo atraviesa como fuego de un nevado.

Un día, un diseñador de ropa, imbuido en su diseño, circunspecto, daba vueltas y más vueltas alrededor de una mesa diseñada para diseñar. Una lámpara de diseñador alumbraba el espacio diseñado por un diseñador de interiores para el diseñador de ropa que en una mesa de diseño emprendía un viaje sin retorno al universo creativo de las cosas sin nombre. En algún momento de ese trance se apareció la abuela del diseñador que en sus tiempos supo ser modista. Ahora la abuela no pasa de ser un diminuto ser femenino cuyo propósito, en la poca vida que le resta, es el de sufrir para ser. Y para que ese propósito se lleve a cabo, debe sufrir también el nieto diseñador; sólo así se completa la esfera y ya se sabe que una esfera incompleta es como una manzana mordida por otra persona. El asunto es que la abuela apareció y pidió modificar el diseño y el color porque ella se merecía por lo menos eso. El traje, originalmente era para una novia famosa antes de ser novia y doblemente famosa luego de serlo. La idea del traje en principio fue la sencillez. Luego se fue complicando en la medida en que el dueño de la novia, vale decir el novio, cuya fama quedó establecida el día en que declaró ser propietario de un modesto inmueble en San Isidro y del mundo de las ideas. La gente quedó callada en siete idiomas y los perros aullaron veinte avemarías. El traje se fue complicando conceptualmente. El color se cuestionó. El novio dijo que el blanco no era un color. La novia insistía en su afirmación de que, aun cuando el blanco no fuera un color es la percepción de la luz cuya pureza sólo se equipara a la pureza de sus ojos, los únicos resquicios de pureza que habitaban su materia. La materia que se hace vida si la ecuación se completa con la partícula divina.

El traje en cuestión fue delegado al diseñador famoso, a su vez, por sus salidas creativas y sus retornos inconvenientes. Le tomó mucho tiempo imaginar, imaginar un no blanco con la blancura de la pureza de los ojos miel de la novia. Un vestido cuya cola tenga una longitud no mayor al Amazonas, no menor al Nilo.

Un vestido que se parezca al de la bella durmiente en su versión doblada al español y al de Sherezada el día de sus quince años.

En eso andaba cuando la abuela irrumpió en la habitación del diseñador. La abuela se rió al saber el dilema del diseñador. Se rió con una risa vieja y de fresca ignorancia. Se rió como habrán de haberse reído las gentes que jamás creyeron que el humano iría a volar o que un día se inventaría la máquina de escribir o el papel o la imprenta. La abuela se rió como ríen los idiotas ante un sueño. Como ríen los idiotas ante un desafío con tinte de imposible. Si Da Vinci hubiera hacho caso a las risas de sus alrededores, no habría hoy, el aparato para moler ajo. Es, dicen unas apátridas escrituras, más fácil que se haga un camino en medio de los pantanales a que un limitado reidor de los Andes pase al próximo nivel.

El vestido, a pesar de la abuela y a pesar del novio y a pesar de la novia, se convirtió al cabo de tres semanas en un primoroso traje sastre que serviría, para la posteridad, para vestir a la primera mandataria marciana de un país en emergencia.


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